Opinión
Puntos de vista

¿Cómo frenar el crimen organizado?

El riesgo no es solamente que haya más muertes y delitos, sino que el crimen organizado se instale como verdadero mandamás político e institucional de la provincia.

Por Ariel Umpiérrez, (*) especial para NOVA

Que la situación de seguridad en la provincia de Santa Fe es grave no necesita muchas aclaraciones. Es muy grave. Pero lo que hay que evitar es que la provincia se convierta en otro Sinaloa y quede atrapada en un círculo infernal de delitos, violencia y corrupción sin fin. Todavía tiene margen antes de llegar a ese extremo.

Pero si no se hacen algunas cosas importantes ahora, lo más probable es que en 3, 5 u 8 años se haya llegado a un punto de no retorno. El riesgo no es solamente que haya más muertes y delitos, sino que el crimen organizado se instale como verdadero mandamás político e institucional de la provincia. La gravedad de las últimas revelaciones sobre la corrupción en las más altas esferas de la Justicia santafesina quizás sean las pruebas de que se viene arrastrando un problema bastante más enraizado de lo que se pensaba.

En la etapa presente los dos principales errores serían minimizar los riesgos y equivocarse en dónde poner el foco para combatir a este enemigo. Aquí trataremos de demostrar que los riesgos son enormes, y que el foco de la acción pública debería estar puesto en las tareas de inteligencia para anticipar, disuadir y desbaratar los avances del crimen organizado.

Pero debemos recordar que estamos frente a un problema mundial: ya no hay “territorios santuarios” o inmunizados. Y eso es así porque porciones cada día mayores de la sociedad moderna experimentan un deseo desenfrenado por el dinero fácil y por consumir drogas, bienes y placeres a cualquier precio. Combinado con ello existe un sentimiento creciente de impunidad y de falta de respeto a la autoridad que habilita todas las fantasías. Incluso en algunos países desarrollados el crimen organizado está adquiriendo niveles de organización y de poder que lo colocan en posición de disputarle al Estado el control de territorios y desafiar su poder institucional.

A nivel internacional ya se habla de una imparable “diseminación” de los delitos y de cierta “salvajización” de la sociedad que da por resultado grados de violencia extremadamente altos para países que no están en guerra. En esos países ya se da por aceptado que vamos hacia sociedades cada vez más propensas al delito, a la corrupción y a la violencia. En esto Argentina no es una excepción, ni reviste rasgos diferentes a los del resto del mundo: solo hay diferencias en los grados y modalidades de contaminación del flagelo.

En lo que quizás Argentina se esté retrasando es en el correcto diagnóstico de la problemática, y en las estrategias a aplicar para enfrentarla. Resulta evidente la falta de claridad, coherencia y perseverancia con la que los poderes públicos nacionales y provinciales actúan. Pareciera que muchas veces se actúa por razones emotivas o publicitarias más que por profesionalismo y seriedad. Y todavía se discute si “garantismo” o “mano dura” lo cual no es más que un falso debate, anticuado y paralizante que revela falta de profesionalidad en el abordaje del problema.

Por ejemplo, una gran diferencia con los países que tienen una sólida política en materia de combate al crimen organizado es que allí las estrategias de seguridad no se debaten por televisión: se sabe que son problemas complejos que requieren soluciones complejas que no se pueden debatir superficialmente en 30 segundos y que además necesitan reserva y profesionalismo para su eficacia.

Los organismos de seguridad se ajustan a aplicar las políticas de Estado consensuadas desde hace años por todas las fuerzas políticas. A partir de allí el foco de la estrategia está puesto en fortalecer las capacidades de inteligencia más que en reforzar los recursos represivos o en aprobar nuevas leyes. Como norma, las políticas de lucha contra la criminalidad organizada van en paralelo con el combate al terrorismo local: la línea es “no se puede esperar a que haya nuevos atentados”. Por consiguiente, se trabaja en inteligencia previa, buscando desbaratar cualquier intento por organizar atentados.

A su favor hay que recordar que en su historia Argentina no cuenta con grandes organizaciones delictivas transnacionales, ni con niveles delictivos tan altos como los que tienen otros países de la región. La más importante en desarrollarse en el país fue la mafia “Zwi Migdal” que a principios del 1900 había organizado una red internacional de trata de personas que se dedicaba a captar en Europa a jóvenes mujeres polacas y traerlas engañadas al país para luego someterlas a la prostitución forzada en el eje Buenos Aires-Rosario-Córdoba-Tucumán, para después reciclar sus enormes ganancias en otros países. Esa fue la organización transnacional más poderosa y peligrosa de la historia criminal nacional.

Hay una realidad que distingue a Argentina, Uruguay y Chile de otros países de Latino América que es la ausencia de una tradición delictiva de alto vuelo con ramificaciones internacionales. En casi todos los otros países han crecido organizaciones delictivas dedicadas al contrabando, al delito de todo tipo y a la corrupción política desvergonzada al calor de las grandes familias tradicionales de las oligarquías locales. Negocios legales, delitos, crímenes, impunidad, y corrupción política han cohabitado y crecido juntos. En Colombia, México, Paraguay, Bolivia, Panamá y Venezuela la imbricación entre grandes familias terratenientes y organizaciones delictivas es íntima y viene desde la época de la Colonia.

La experiencia internacional demuestra que el crimen organizado transnacional solo puede desarrollarse cuando se combinan esos dos actores: bandas delictivas locales más o menos organizadas y grupos de financistas, instrumentadores y protectores políticos capaces de aportar el know-how necesario para alcanzar el volumen de negocios y el lavado de dinero que por sí solas esas bandas jamás podrían lograr.

Pero aquello que diferenció a Argentina del resto del continente está cambiando a pasos de gigantes. Los cambios vendrán desde dos frentes diferentes pero combinados: el interno y el externo. En el frente interno es muy probable que aparezcan cada vez más personas poderosas dispuestas a financiar, instrumentar y brindar protección a actividades delictivas de gran envergadura. Esos son los “facilitadores” del delito.

Y desde el frente externo resultará difícil de frenar la incursión de bandas delictivas de otros países tanto de Latinoamérica como del resto del mundo. Quien diga lo contrario o bien miente o bien no conoce las tendencias del crimen organizado internacional. El avance de ambos fenómenos es imparable: en lo inmediato, la mayor amenaza viene desde Brasil con organizaciones como el PCC que se está expandiendo por toda la región y que prácticamente ya ha sitiado a Paraguay tomándolo como plataforma financiera para el reciclado y lavado de dinero.

En este contexto, los organismos públicos de represión del delito se encuentran en la difícil tarea de responder con firmeza al justo reclamo de seguridad por parte de la sociedad, garantizando la defensa de los derechos humanos, la presunción de inocencia, y el juicio justo. Sin embargo, la tarea no es tan difícil ya que hay cosas que la experiencia internacional enseña.

El punto de partida está en recordar que el delito a gran escala solo se extiende allí donde hay gente poderosa que lo protege, lo financia y le brinda los instrumentos para operar (empresas legales, asesoramiento contable, protección judicial, etc.) eso ya acota el terreno de acción. Se sabe que ni Pablo Escobar ni el “Chapo” Guzmán habrían dejado de ser dos delincuentes chapuceros sin la financiación y protección de personas poderosas que venían de afuera del ambiente delictivo. Ninguno de los analfabetos y embrutecidos jefes de carteles sobrepasaría el nivel de violento ladronzuelo de barrio sin el concurso de personas poderosas.

¿Quién puede creer que el líder del temible PCC brasilero “Marcola” Camacho, que ha pasado la mitad de su vida en prisión, pudo haber convertido a esa organización criminal con ramificaciones por todo el mundo con negocios financieros complejos desde la cárcel y por sus propios méritos? Eso sucede solamente en las series de Netflix, no en la vida real. Más bien habría que observar de cerca la carrera profesional del abogado brasilero Alexandre de Moraes que pasó de ser defensor privado de los negocios “legales” del PCC, a miembro del Supremo Tribunal Federal de Justicia (Corte Suprema) de Brasil.

Los Marcola, Chapo o Escobar siempre han sido los “idiotas útiles” destinados a pagar el “pato de la boda” de personas poderosas. Y es sobre esos “facilitadores” reales del crimen organizado que debería estar puesto el foco de la acción del poder público. Sobre los que se sentirán tentados a financiar, a instrumentalizar los negocios ilegales, o a amparar a organizaciones que vengan de afuera. Ya sean financistas, prestamistas, contadores, abogados, jueces o políticos locales.

Son ellos el puente indispensable para los negocios de gran envergadura y peligrosidad: sin ellos el crimen organizado no logra crecer y pasar a escalas mayores.

(*) Director de Pinkerton Risk Management, organización dedicada a la Geopolítica e Inteligencia Estratégica.

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