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Historia viviente

El comercio entre Santa Fe y Córdoba durante la época colonial (1624-1692)

Cabildo de Santa Fe.

Por Mauro Luis Pelozatto Reilly, especial para NOVA

El objetivo principal del presente artículo consiste en describir las transacciones comerciales que se dieron entre las ciudades de Santa Fe y Córdoba durante el siglo XVII, teniendo en cuenta los productos movilizados, su relación con las unidades productivas rurales, la presencia de los distintos mercados coloniales y, por otra parte, el carácter de las intervenciones del Cabildo de Santa Fe en cuestiones productivas, comerciales y de recaudación. Para eso, se analizaron actas de dicha corporación a lo largo de un período en el cual los contactos mercantiles entre ambas jurisdicciones tuvieron cierta regularidad (1624-1692).

Santa Fe era, dentro del Virreinato del Perú, una villa de carácter modesto y de ubicación periférica, importante más que nada por su cercanía con la principal salida al Océano Atlántico. Hacia 1621, contaba con una población compuesta por 810 ‘‘blancos’’, 266 ‘‘indios de servicio’’, y una cantidad no definida de esclavos y miembros de las diferentes castas. Quizás, su mayor protagonismo a nivel regional comenzó desde 1675, es decir, a partir del traslado del centro urbano y de su declaración, por parte de la Corona, como puerto preciso entre Buenos Aires y el resto de los puntos comerciales. En ese entonces, la población hispano-criolla era de aproximadamente 1.300 personas, que se dedicaban principalmente a la ‘‘tierra, vaquerías y trajines’’.

Respecto a Córdoba, las primeras descripciones disponibles hacen referencia a los ‘‘grandes pastos y muy buenos asientos’’, que permitían el desarrollo de la cría de diversos tipos de ganados, el establecimiento de haciendas, cuya producción estaba orientada tanto al sostenimiento de ‘‘la vida próspera’’ de sus habitantes, y para satisfacer las demandas de múltiples mercados.

En este contexto, no se debe perder de vista lo que varios especialistas reconocemos como ‘‘espacio peruano’’. El mismo se generó en torno a la importancia mayúscula de la minería de la plata altoperuana, y porque las producciones de las regiones más cercanas resultaron insuficientes para dar abasto con las crecientes necesidades de alimentos, vestimenta, servicios e insumos del Potosí. A partir de esa realidad, se fueron incorporando extensos territorios dentro de la órbita de influencia del centro argentífero, bajo un sistema de especializaciones locales y regionales, en función de sus demandas, dentro del cual entraron tanto Córdoba como Santa Fe, cada una a su manera. Asimismo, los intercambios mercantiles vinculaban entre sí a las distintas ciudades del espacio económico colonial, como los municipios mencionados.

Por ejemplo, en Córdoba, durante los primeros decenios del siglo XVII, el principal rubro dentro de las exportaciones hacia el Norte estaba constituido por los envíos de mulas en pie. Ya desde 1610 se formaron compañías comerciales dedicadas a esta actividad, y entre 1630-1640, aproximadamente 12.000 cabezas salían de la jurisdicción por año, cifra que ascendió a un promedio anual de 20.000 animales entre 1650-1700. Simultáneamente, dentro del mismo tráfico se incorporaban géneros santafesinos y de la campaña bonaerense, junto con los cuales solían llegar mercancías europeas y ‘‘géneros de Castilla’’.

A su vez, en el Litoral y desde aquella región, se ponían en circulación múltiples productos como azúcar, vino, cera, tabaco, tejidos, algodón, yerba mate, grasa, sebo y cueros, para mencionar algunos. En este espacio regional, hubo una especialización más marcada hacia la cría de vacunos, frente al protagonismo de las recuas de mulares cordobeses, lo cual no quiere decir que no salieran partidas desde Santa Fe.

De esta manera, indudablemente, existía una vinculación directa entre los ‘‘frutos de la tierra’’ que se movilizaban y los espacios productivos rurales: en torno a los centros urbanos se erigían las quintas, orientadas a la producción frutihortícola y al forraje para los animales; mientras que un poco más distantes solían estar ubicadas las chacras, mayoritariamente trigueras, y en donde se complementaban la importancia de la mano de obra esclava con la del arrendamiento (pago de una renta al propietario de las tierras a cambio del usufructo de una parcela), y de los peones asalariados; más alejadas de la ciudad, y con una mayor extensión promedio, estaban las estancias ganaderas y las haciendas diversificadas (aquellas que complementaban una ganadería mixta con la agricultura), donde se desarrollaron distintas formas de trabajo libre y esclavo; además, según la región, había tierras que producían bienes que se integraban a los circuitos comerciales intra e interregionales (vinos, azúcares, aguardientes, algodón, etc.).

En lo que toca a las actividades pecuarias concentradas en el ganado vacuno, las cuales tuvieron peso en ambas ‘‘repúblicas’’, en general, habría que decir que las mismas se orientaban hacia diversos mercados (abasto de carne local, cueros para exportación, piezas de sebo y grasa para el comercio a nivel local y regional, reses para hacer envíos hacia otros centros de consumo, etc.).

Durante este período, dentro de los amplios territorios de las gobernaciones estudiadas, tuvieron lugar las vaquerías, que implicaban la organización de expediciones de caza por parte de los vecinos criadores y de las autoridades, con la principal finalidad de extraer productos, las cuales fueron llegando progresivamente a su extinción (por su carácter depredador), hacia comienzos del siglo XVIII.

En torno a estas explotaciones, correspondía al ayuntamiento reconocer a los accioneros sobre el ganado vacuno cimarrón, administrar las licencias para vaquear, faenar o extraer determinadas cantidades de cueros o piezas de sebo y grasa, organizar las entradas de caza y las recogidas de animales alzados, asegurar el bastimento de carne municipal mediante distintos mecanismos, negociar los precios de los productos ganaderos, entre otras atribuciones relevantes.

Un caso donde se dieron este tipo de regulaciones tuvo lugar en la sesión del 24 de diciembre de 1653, cuando el capitán Francisco Luis de Cabrera, vecino de Córdoba, presentó una petición pidiendo que se prohibieran las recogidas de los ganados pertenecientes a los herederos de doña Jerónima de Contreras, en los campos de la otra banda del Paraná, sin la autorización por parte de ellos. El cabildo falló a favor del solicitante.

Empero, debido a las necesidades de alimentos que sacudían a los santafesinos, tuvo que volver a tratarse el mismo problema. El 5 de enero de 1654, debido a las causas ya mencionadas, se acordó suspender el traslado de la población si no se obtenía la autorización necesaria para efectuar vaquerías en el otro margen paranaense, sobre los ganados cuyos derechos de propiedad les correspondían a los descendientes de Jerónimo Luis de Cabrera. Hallándose en Santa Fe su hijo Francisco, que a su vez era nieto de la ya nombrada vecina, se le pidió permiso para vaquear sobre aquellas reservas. El susodicho ofreció ayudar con 20.000 vacunos, y con los bienes que fueran necesarios para que se pudiera seguir con la mudanza.

Pero el tema no fue resuelto con ese acuerdo entre las partes: el 23 de enero de 1658, el alcalde Jiménez de Figueroa opinó que debía efectuarse la recogida de todas formas, ya que los animales donados eran insuficientes, y que por lo tanto era necesario seguir negociando para obtener una mayor cantidad de bovinos. Finalmente, el 12 de agosto del mismo año, se aceptaron y agradecieron las vacas donadas por los Cabrera.

Por otra parte, las políticas municipales en relación a la ganadería bovina y sus mercados estuvieron lejos de limitarse al abasto de carne y otros productos necesarios. Algunas mediaciones, que involucraron a cordobeses, tuvieron que ver con el control del stock ganadero disponible. Para citar un caso, el 23 de febrero de 1678, se admitió la documentación emitida por el gobernador Agustín de Robles, la cual contenía, entre otras órdenes, la prohibición de que los vecinos de Córdoba y San Luis realizaran vaquerías y matanzas en los campos de Santa Fe y Buenos Aires.

Más allá de la existencia de comercio entre ambas municipalidades, hubo otras intervenciones capitulares importantes, generalmente tocantes a asuntos monetarios y fiscales. Por ejemplo, el 16 de abril de 1624, se enumeraron las instrucciones dadas por la sala capitular a Hernando Arias de Saavedra, como procurador de Santa Fe ante el oidor Alonso Pérez de Salazar (gobernador rioplatense), entre las cuales estaba pedir que se permitiera la entrada de plata acuñada, como se le había permitido a la Ciudad de Córdoba, ya que tanto la vecindad como quienes la componían estaban ‘‘muy pobres’’. También se buscaba la autorización para instalar una aduana como la que funcionaba desde hacía un tiempo en aquella jurisdicción.

En cuanto a la aplicación de impuestos o gravámenes, no faltaron resoluciones: el 8 de febrero de 1627, se nombró comisionado al fiel ejecutor, para que obligara a Juan González de Atay a dejar en la ciudad el tercio correspondiente a la partida de azúcar y de yerba que pretendía despachar hacia Córdoba. Tampoco faltan descripciones referentes a los controles de mercaderías y las limitaciones impuestas a la circulación comercial, las cuales a su vez sirven como indicadores de la existencia de comercio entre ambos municipios: el 29 de abril de 1652, como las carretas que salían desde Santa Fe hasta Santiago del Estero con ‘‘géneros del Paraguay’’ eran requisadas en la aduana cordobesa, se resolvió solicitarle al cabildo de aquella Ciudad que asegurara el libre tránsito de las mercaderías, ya que el requisito en cuestión se cumplía donde correspondía.

Otras medidas estuvieron relacionadas más puntualmente con la necesidad de asegurar el papel de Santa Fe como puerto preciso entre Buenos Aires y otros lugares del interior. Así, el 2 de noviembre de 1691, se acató un despacho obrado por el gobernador y los oficiales de la Real Hacienda, mediante el cual ordenaban que las mercancías que salían de la capital rioplatense y que debían pasar obligatoriamente por el puerto santafesino, no se ‘‘extraviaran en los caminos’’, y que se vendieran únicamente en aquellos pagos. En caso de que algunos efectos partieran hacia la gobernación del Tucumán, los mercaderes debían presentar una fianza de la aduana cordobesa.

Por su parte, los aranceles (listados de precios confeccionados por el concejo municipal para los bienes de consumo interno al menos una vez por año), sirven para observar los patrones de consumo y para afirmar los contactos comerciales entre Santa Fe y otros puntos del Virreinato del Perú. Un primer registro se elaboró el 22 de abril de 1624, cuando se fijaron los valores monetarios de: lienzo y sayal del Tucumán, cordellate de Córdoba y de Perú, jergueta de Buenos Aires, paños de Quito, cordobán y ganado vacuno, estableciéndose una multa de 100 pesos ante cada infracción. El 14 de enero de 1692, se fijaron los precios para el trigo, pan, vino, aguardiente, tabaco, yerba, azúcar, jabón de Córdoba y ‘‘de la tierra’’, velas, huevos y miel. De esta manera, podríamos pensar en que los productos cordobeses orientaban determinados bienes hacia los mercados mineros y otros a los intercambios que mantenían con el Litoral.

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Pelozatto Reilly, Mauro Luis (2016). ''Administración pública del ganado y sus alternativas comerciales en la jurisdicción del cabildo de Santa Fe de la Vera Cruz, Gobernación del Río de la Plata (1576-1627)'', en Revista Estudios Digital, IIHAA, USAC, Guatemala, Año 4, Nº 9, Agosto de 2016.

Pelozatto Reilly, Mauro Luis (2017). ''Hábitos de consumo y mercados en Santa Fe colonial'', en Diario NOVA Santa Fe, 23 de mayo de 2017.

(*) Profesor en Historia, especialista en Ciencias Sociales, docente universitario y escritor.

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